Por la libertad de ser pobre y nunca llegar a la universidad
El gobierno intenta eliminar una histórica cláusula que cumple una función igualadora en un país donde las inequidades son causa de la deserción en el secundario.
La ley con la que el gobierno de Javier Milei pretende reformar la educación, anunciada a través del Consejo de Mayo y promocionada como Libertad Educativa, contiene en su articulado la eliminación de una vieja cláusula incluida en el artículo 7 de la Ley de Educación Superior que permite a mayores de 25 años ingresar a la facultad sin la obligación de presentar título secundario.
Con un sesgo claramente excluyente, es la segunda vez que el gobierno intenta eliminar una histórica enmienda que cumple una función igualadora en un país donde las grandes inequidades son parte de las razones por la que muchos adolescentes no logran la terminalidad secundaria. El primer intento fue en el borrador original de la Ley Bases, que no logró pasar el filtro de las modificaciones legislativas.
Esta vez la eliminación viene de la mano de una ley que se propone como promotora de la "libertad" en la educación. Sin embargo, no se verifica de modo alguno que se incremente, amplíe o mejore la supuesta libertad educativa con la supresión de dicha cláusula. Por el contrario, dejar a jóvenes que no alcanzaron el título secundario sin la posibilidad de iniciar una carrera universitaria, muy por el contrario, restringe severamente sus libertades. Y, por supuesto, afecta principalmente a los más pobres.
El todavía vigente artículo 7 de la ley 24.521 establece que quienes aprueben la escuela secundaria pueden ingresar a la universidad, sin hablar de obligatoriedad. Esta en cambio fue fijada por la Ley de Educación Nacional de 2006, aunque con otro criterio: para incentivar a todos los adolescentes a terminar los estudios y estar en condiciones intelectuales mínimas de iniciar carreras universitarias.
El artículo plantea que los mayores de 25 años que no hayan aprobado el secundario "podrán ingresar siempre que demuestren preparación o experiencia laboral acorde con los estudios que se proponen iniciar.
Pero volviendo al artículo, a continuación plantea como excepción que los mayores de 25 años que no hayan aprobado el secundario "podrán ingresar siempre que demuestren, a través de las evaluaciones que las provincias, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires o las universidades en su caso establezcan, que tienen preparación o experiencia laboral acorde con los estudios que se proponen iniciar, así como aptitudes y conocimientos suficientes para cursarlos".
"Este ingreso debe ser complementado mediante los procesos de nivelación y orientación profesional y vocacional que cada institución de educación superior debe constituir, pero que en ningún caso debe tener un carácter selectivo excluyente o discriminador", concluye. Es decir que las universidades se reservan el derecho de admisión del estudiante, pero si este presenta idoneidad no puede negársele esa posibilidad.
El artículo 153 del proyecto de "libertad educativa" reescribe aquel artículo 7 y, literalmente, borra la opción de los 25 años. No queda un solo registro de su existencia anterior. Reformula sutilmente la redacción al decir "Para ingresar a la enseñanza de grado en el nivel de Educación Superior, las personas deben haber aprobado la Educación Secundaria", de manera de no dejar ambigüedades latentes.
Cuando decimos que eliminar ese derecho impacta directamente en las clases populares, tiene que ver con que es dentro de ese segmento donde se producen las mayores deserciones escolares. Es cierto que las razones por las que se abandona el secundario son variadas. Ocurren casos de quienes ingresan en una profesión redituable desde temprana edad y el ritmo del trabajo y el éxito los aleja de ese camino y hasta lo vuelve irrelevante. Son los casos de Leonardo Sbaraglia o el "Pato" Fillol, que recientemente contó su intención de completar los estudios.
Otros pueden darse por aburrimiento, falta de incentivo, o de interés, pero esos casos generalmente vienen acompañados de propuestas que permiten una inserción directa en el mercado laboral, como ser integrarse a un negocio familiar, continuar una estirpe productora de servicios o productos, etc. Son casos donde siempre existe la opción de continuar los estudios, más allá de los condicionamientos.
En los adolescentes pobres, no. Cuando se vive en una situación de complejidad y escasez, cuando la familia es disfuncional y fragmentada, cuando los entornos son de carencia, marginalidad y, acaso también, delincuencia, continuar los estudios básicos se vuelve un lujo.
Si el muchacho o muchacha se encuentra ante la exigencia de hacer changas para contribuir a los magros ingresos familiares, o por qué no para aspirar a acceder a esos vulgares placeres materiales como unas zapatillas de marca o un celular más o menos decente, el ciclo se cierra en sí mismo.
La cláusula mencionada viene a reparar esa injusticia contemplando la posibilidad de que ese/a adolescente pudiera encontrar acaso un buen trabajo, tal vez algo técnico, aprender un oficio, y quizá con mucho talento ganar experiencia y conocimiento hasta hacerse un lugar modesto pero sostenido en algún área de la economía del trabajo, para entonces, al llegar a los 25 años, estar en condiciones intelectuales y, esta vez también materiales, de acceder a una carrera que proyecte su vida a un nivel superior, sin que aquella deuda fuera un impedimento para su potencial trascendencia. Y en ese recorrido, tal vez sí, dedicarse a la finalización escolar, ahora con un incentivo muy claro.
Creer que eliminando esta cláusula se sube la vara de la exigencia para que los alumnos se esfuercen más, maximicen su rendimiento y a la larga eleven su nivel intelectual, es un error.
Son casos excepcionales y las propias universidades tienen la potestad de evaluar la pertinencia o no de admitirlos. Pero la existencia de esta cláusula nunca emparejó para abajo. No hubo generación alguna de adolescentes que no se molestara en terminar el secundario por el hecho de que a partir de los 25 podría acceder a la educación superior. Creer que eliminando esta cláusula se sube la vara de la exigencia para que los alumnos se esfuercen más, maximicen su rendimiento y a la larga eleven su nivel intelectual, es un error. Aquí no se juega la exigencia, ni el talento, ni el mérito. Es un problema de condiciones y oportunidades.
Aquí no se juega tampoco la "libertad" que vende el título del proyecto de ley. ¿Cuál es esa libertad? ¿La de elegir ser pobre y no tener jamás acceso a una mejora en la calidad de vida? Alguna vez Milei dijo que morirse de hambre era una elección que había que considerar como un acto de libertad. Sonó a exabrupto típico de un provocador que pasa por canales de televisión buscando la reacción de sus interlocutores y quienes lo ven y escuchan. Entonces no era siquiera candidato, pero ahora es Presidente de la Nación. La matriz es la misma.
Tal es la misma que en el otro polémico proyecto instalado estos días de la "modernización laboral" hay un artículo destinado a la capacitación de los trabajadores para garantizar el desarrollo de las competencias mínimas necesarias para la incorporación al mundo laboral de las personas que, por diversas situaciones, no hubieran podido adquirirlas.
Uno de los ejes de este eventual programa está orientado a "las personas sin terminalidad educativa" para formarlas en "las competencias de lectura y comprensión de textos, la expresión oral, el razonamiento matemático, la alfabetización digital y el conocimiento del marco normativo de los valores que rigen nuestro ordenamiento social según la Constitución Nacional". El texto no dedica una sola palabra que indique que la capacitación apunte a concretar esa terminalidad educativa trunca.
Solo parece interesarse en que los futuros trabajadores manejen los recursos mínimos para ser funcionales al sistema, pero sin darles más herramientas que esas. El siguiente artículo faculta al ministerio de Capital Humano para ser la autoridad de aplicación de esos programas. No habla de docentes, de planes de estudios, ni del sistema educativo.
Así como está planteado, sin posibilidad de ingresar a la facultad y sin un programa que los ayude a completar sus estudios, los futuros trabajadores sin título secundario estarán condenados a seguir la senda de la carencia intelectual. Su libertad será esa, la de mantenerse en una pobreza sin aspiraciones profesionales, encorsetada por un andamiaje leguleyo que se revela únicamente orientado a mantener a ciertas clases bien lejos de otras.
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